Antes y después del Imperio del Sol Naciente.

sábado, 19 de enero de 2013

El idioma japonés

El Ministerio de Educación de Japón (generoso ente benefactor al cual debo mis 5 años de estadía en ese país) establece que todos aquellos becarios que no dominen el japonés deben pasar sus 6 primeros meses en Japón estudiando el idioma. A priori, una disposición potencialmente provechosa.

No es para mandarme la parte pero, a diferencia de muchos (sorprendentemente muchos) otros becarios, no aterrice en Japón desprovista de todo conocimiento del idioma. No señor. Al postularme a la beca acarreaba mis años de quemarme las pestañas estudiando japonés. Verán, es que para los indoeuropeo parlantes es absolutamente imposible aprender japonés por osmosis. Ya se que ningún idioma se aprende por osmosis per se pero, me imagino yo, que después de pasar unos meses, por ejemplo, debajo de la Torre Eiffel comiendo croissants o tomando te frente al Big Ben uno puede mas o menos llegar a darse a entender en francés o en ingles. Bien, de ninguna manera esto ocurre con el japonés por la simple razón que su fonética y estructura gramatical nos son completamente ajenas a los occidentales.

Inmediatamente luego de llegar a Japón, cuando uno aun no termina de entender si aterrizo en Marte o si todavía esta en el planeta tierra, los becarios son sometidos a un riguroso examen de nivelación a fin de separar las aguas. Al menos en la Universidad de Kyoto, universidad a la que yo asistía, uno podía ser clasificado en (de menor a mayor) nivel A, B, C o D y a su vez dentro de cada uno de estos en principiante, intermedio y avanzado. Un dejo de orgullo corrió por mis venas cuando me informaron que me había ganado un lugar en el nivel D, intermedio. Pero pronto la cruel realidad se encargaría de hacerme pagar semejante petulancia.

El nivel D era el único de los niveles donde los alumnos asistían a un colorido popurrí de clases, a saber: gramática, composición, comprensión de textos, conversación, ideogramas, para nombrar solo algunas.

Recuerdo el primer día del curso. Gramática por la mañana y conversación por la tarde. Y eso es todo lo que puedo decir de ese día. Literalmente no tengo ni la mas remota idea de cuales fueron los temas tratados en esas clases. Podrían haber estado hablando de la floración de sakura o revelando secretos de estado que para mi era absolutamente lo mismo. Es mas, no se que era peor. Si los profesores hablando a velocidades que no puedo reproducir ni siquiera en castellano o mis compañeros (la amplia mayoría asiáticos) haciendo acotaciones y asintiendo con la cabeza a lo que los profesores decían. La situación era realmente desesperante. Salí de esa primer clase totalmente abatida. Me quería cortar las venas con un sushi. No habré estado estudiando mongol todo este tiempo?, me cuestione.

A riego de ser deportada del país por desacato, expuse mi situación a las autoridades de la universidad implorando el cambio de nivel. La respuesta que obtuve fue “Su nivel ha sido determinado por los resultados de su examen” “Si, pero el punto es que capto el 10% de lo que se habla en las clases y el nivel de mis compañeros es claramente superior al mío”. Luego de un breve debate entre ellos me respondieron “Pues entonces deberá esforzarse mas, Paula-san”. Gente paternal los japoneses, pensé.

Mas tarde, japoneses mas piadosos me explicaron que toma un tiempo acostumbrarse a la fonética, entonación, ritmo y gesticulación del lenguaje pero que pronto todo eso decantaría por si solo. Asimismo me advirtieron que jamás debía compararme con otros chicos asiáticos ya que para ellos el aprendizaje del japonés es mucho menos traumático. Japón comparte con China los mismos ideogramas, lo que hace que puedan comprender un texto aunque no puedan leerlo, mientras que el japonés y el coreano pertenecen a la misma familia lingüística, por lo que su fonética y estructura gramatical es muy similar. Estos argumentos si bien mitigaban parcialmente mi abatimiento, en ningún momento reprimieron mi profundo deseo de decapitar a cualquier chino o coreano que respondiera correctamente en las clases.

Lejos, era la peor del curso pero digamos que de lunes a jueves mas o menos la piloteaba.  La hecatombe devenía los viernes con la clase de composición. La profesora era una inflexible japonesa de no mas de 1 metro y medio de altura que tenia el poder de socavar profusa e impunemente cualquier vestigio de dignidad que hubiera acumulado en la semana. Yo era la primera en llegar a sus clases con el único fin de procurarme el asiento mas alejado del pizarrón esperando así pasar desapercibida a los ojos de la nefasta sensei. La estrategia nunca me funciono. La mujer tenia el “Paula-san” implantado en el cerebro e invariablemente era el primer nombre que articulaba ya sea para llamar a contestar alguna pregunta o hacer leer un texto en voz alta. Odiaba profusamente sus clases.

Con el correr del tiempo, el japonés dejo de ser un ruido carente de significado y las palabras comenzaron a transformarse en conceptos reconocibles. Incluso adquirí gestos y posturas japonesas al interactuar con otros como ser la leve inclinación del tronco hacia delante al saludar o el entregarle algo a alguien con ambas manos. En Japón me hice muy amiga de otro becario mexicano que me hacia reír mucho y cuando me sorprendía gesticulando de este modo me decía “Me lleva la chingada Paulita! Que te me estas pareciendo mas y mas a esta gente! Sabes que lo tuyo es un camino sin retorno, no?”. Y en parte lo fue.

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