Antes y después del Imperio del Sol Naciente.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

La Fiesta de Fin de Año


El sábado pasado fue el primer sábado de Diciembre y, como todos los años, la empresa donde trabajo celebro la Fiesta de Fin de Año. Para ser completamente honesta debo confesar que tenia menos ganas de ir que al dentista. Mi única y sobrada experiencia había sido la del año anterior y si bien no había sido una experiencia completamente detestable tampoco me dejo sacando cuentas de cuando seria la próxima.

El primer elemento desmotivador que tiene es la ubicación del bonito centro de convenciones donde se celebra: Camino de Cintura, zona Sur. Si bien se encuentra a 10 minutos en auto de la fabrica, lo cual es extremadamente conveniente para la gran mayoría de los casi 350 empleados que viven en las zonas aledañas, es sumamente incomodo para mi que vivo del otro lado de la Gral. Paz y que no cuento con movilidad propia. Con esto quiero decir que dependo de alguien que me lleve y que me traiga ya que no hay ningún medio de transporte medianamente decente que me alcance hasta el lugar.

Tampoco me entusiasma mucho el menú (aunque debo reconocer que es difícil encontrar un menú que me entusiasme). Se trata de asado por lo que, siendo vegetariana, no hay mucho mas que agregar. Para el deleite de los concurrentes la cartilla de bebidas es bastante amplia – hay una barra libre – pero como no consumo alcohol, este detalle me es completamente indiferente. Además año tras año cometen el mismo error capital que es que en lugar de Coca Cola Zero, sirven la intomable Coca Cola Light (no, no es lo mismo) lo cual es simplemente imperdonable.

Luego esta el baile. No soy un trompo en la pista pero si hay que hacer el aguante lo hago (por la empresa, obviamente!) y salgo a bailar con quien sea. Ocurre que sabe Dios por que razón la única música con la que parece contar el DJ son ininterrumpidos enganchados de cumbia-reggaeton los que tienen la habilidad de taladrarme el cerebro de manera progresiva a lo largo de la noche, o sea, unas 5 o 6 horas. Promediando el final de la jornada, cuando mi agonía musical parece haber terminado, el DJ abandona por unos minutos sus icónicos enganchados y los reemplaza por el aun mas perturbador carnaval carioca. Aun a riesgo de ser considerada un ser antisocial admito sin complejo que no comulgo con el pee pee pee pee pee pee, el cotillón fluorescente y el baile en trencito. Y me rehúso a creer que en el año 2012 con tanto músico talentoso por el mundo los DJs no encuentren algo mejor que hacernos saltar al ritmo de Xuxa.

Pero este año algo fue distinto. No el lugar, porque fue en el mismo lejano centro de convenciones. No el menú, porque se contrato al mismo cocinero. Ciertamente no la bebida, porque la Coca Cola Zero brillo por su ausencia (debería haberlo escrito como sugerencia para el año próximo. Pucha, se me paso!). La música fue levemente mejor aunque no logramos eludir ni el cotillón, ni el fenómeno televisivo brasilero de los 80. Pero a nada de esto quiero hacer mención.

A lo que me quiero referir es a la sensación que por primera vez experimente desde que trabajo en esta empresa y que es que me sentí que soy parte de algo. Sera que hace ya casi 2 años que conozco a esta gente y ellos a mi y, si bien no con todos, con algunos de mis compañeros se han establecido lazos de afecto que refuerzan mi sensación de pertenencia al lugar y me hacen sentir muy bien. Pero esta no es una sensación privativa mía. La necesidad de formar parte de un todo mayor a uno mismo es inherente al ser humano, es una necesidad social que todos buscamos satisfacer para no sentirnos solos.

A la salida siempre reparten un pequeño suvenir de la fiesta. El año anterior regalaron una pizarra imantada y una gorra con visera con el logo de la empresa. La pizarra cuelga en la heladera de la casa de mis padres pero la suerte que corrió la gorra no es de mi competencia. Este año nos dieron un bonito vaso térmico de aluminio que conserve con gusto. Lo puse a mano, junto a los vasos de todos los dias. Se que me va a hacer sonreir cada vez que abra la alacena.

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